En una entrada anterior, realizaba una reflexión sobre la distinción que se puede establecer entre los conceptos de evaluación y acreditación, luego de haber leído “Evaluación: del e-learning al aula” en el blog e-aprendizaje. Ahora vuelvo sobre el tema, después de haber seguido un muy interesante y enriquecedor debate, desarrollado a tres bandas en los blogs e-aprendizaje, Nodos Ele y el blog de José Luís Castillo.
Comparando (¿evaluando?) el contenido de esta segunda entrada con la anterior no puedo dejar de advertir que algunas de mis afirmaciones o se han visto matizadas o al menos se han convertido en interrogantes. No es ajeno a ello la lectura del mencionado debate. Pues a ello vamos.
Si se acepta que los aprendizajes deben ser gestionados de manera autónoma por los alumnos, que han de darse en la construcción cooperativa e interdisciplinar del conocimiento, con un fundamento experiencial y una dinámica motivacional intrínseca, entonces, el concepto de “evaluación” sólo puede ser compatible en el caso de que cumpla con dos requisitos: ser auto-evaluativa y estar integrada en los propios procesos de prendizaje.
Lo primero significa que cada aprendiz es el constructor de sus propios criterios de evaluación. Ante esta afirmación se puede uno preguntar: ¿cómo alguien puede evaluar lo que desconoce o que no ha alcanzado a conocer totalmente? La respuesta puede provenir de la segunda condición: si la evaluación está integrada como una parte más que retroalimenta al resto de los aprendizajes (también se aprende cuando se auto-evalúa), pueden darse entonces rectificaciones progresivas de las evaluaciones anteriores.
El carácter básicamente auto-evaluador impediría la generación de relaciones de poder entre evaluadores y evaluados. Es más, tal distinción tendería a desaparecer. La posición docente no sería en sí misma evaluadora: no tendría potestad para aprobar o suspender. En todo caso, integraría como parte de su función posibilitadora el entrenamiento de los aprendices para la auto-evaluación de sus propias experiencias de aprendizaje.
Por otra parte, la evaluación integrada como un aspecto más de los aprendizajes excluye la posibilidad de una evaluación común u objetiva. Lo cual es fundamental para que la evaluación no se convierta en un instrumento de exclusión.
La duda que me asalta ahora es si esta manera de entender la evaluación tiene algo que ver con la idea de evaluación dominante en los sistemas educativos. Y esto no es porque piense que esta idea deba o pueda ser corregida, sino más bien porque sospecho que se trata de una manera de entender la evaluación incompatible con la propia naturaleza del sistema. Incluso se me ocurre pensar que quizá ya no podríamos seguir hablando con propiedad de “evaluación”, si por ello entendemos valorar un proceso según sus resultados.
Hay un malestar que no me abandona, y que aumenta a pie de aula. En la tarea docente de cada día vivo una suerte de disociación entre las obligaciones “administrativas” y la convicción de que los aprendizajes deben ser, sobre todo, experiencias vitales y emancipadoras. La realidad es que, como en tantos otros aspectos de la educación, uno acaba “conteniendo” las contradicciones; lo que significa asumirlas de manera consciente y, desde un escepticismo entusiasta, disfrutar de aquellas experiencias que se dan en los intersticios institucionales, quizá para intentar ampliarlos, y si no es así, para sobrevivir de la manera más divertida posible.
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